El penetrante olor del romero me ha seguido en mis numerosas mudanzas y perfuma mi vida actual y mi infancia. Cuando era niña, con motivo del trabajo de mi padre, cambiaba con frecuencia de escuela, pueblo y casa. Era necesario recomenzar cada vez todo, nuevamente acostumbrarse, hacerse con nuevos amigos y dejar, sin añoranza, todo lo que había tenido hasta ese momento.
En mi vagar estoy atracada -es justo decirlo en este caso- en Cerdeña, una tierra mágica que perfuma el
romero. Aquí tengo a mi familia, marido, hijos y nietos, y muchos amigos, mis libros.
Todavía me gusta mucho viajar, encontrar nuevas y diversas personas, pero después, el deseo de volver
a casa se me hace agudo y juro que no he de moverme nunca más.
Cuando vuelvo de un viaje espero que mi casa sea como el campo, libre, en él todo son salidas. Descuelgo
el teléfono, escucho el silencio, abro la ventana para hacer entrar el olor del romero que emana de un
arbusto que está allí justamente. Estoy sentada en mi poltrona, el gato salta sobre mi regazo y el
perro alarga su pata. Yo cierro los ojos y huelo intensamente.
Ya pienso en el viaje siguiente.