Quizás por mi carácter yo me adapto fácilmente y me siento cómodo en cualquier lugar. Seguro, si pienso en el lugar en donde paso el mayor tiempo, que éste es mi casa y sobre todo mi cocina. Me gusta cocinar y cuando deseo comer bien, en lugar de ir al restaurante, yo cocino a mi manera. La cocina tradicional representa una relación con el pasado y con mi tierra.
También mirar la televisión representa un hábito familiar que contribuye a la sensación de estar en casa. Cuando me levanto, primero enciendo el televisor y abro mi ventana al mundo, entonces pongo sobre el hornillo la cafetera. Atravieso la estancia y abro el balcón para echar una mirada al camino y a mi jardín, un triángulo de cien metros cuadrados dividido en tres canteros que han creado un juego de triángulos a su vez. En cada uno de ellos hay una planta, un níspero, un laurel y un abeto. A este último lo he podado y tiene una forma cómica de paraguas. La menta crece espontánea y tiende a invadir los otros cuarteles, pero la arranco. He encontrado un espacio también para que crezcan el romero y la salvia.
La pared de la cerca que separa el jardín del camino se cubre de hiedra y de rosas trepadoras. Para sentirme en casa debo tener siempre algo que hacer, si nó, me aburro y desvarío antes de decidirme a salir. Puedo darme una caminata por la campiña o un paseo cerca de la casa.
Cuando estoy en el campo cerca de un nuraghe, no paro hasta alcanzar la cumbre. Una vez arriba, en la cima, me siento a contemplar. Admirando el paisaje tengo muchos pensamientos. Uno de los más frecuentes es preguntarme si en una vida anterior el nuraghe fue mi casa. Pienso en mis antepasados, pastores del rey, sacerdotes o guerreros y me identifico con esos hombres tan lejanos de mí, capaces de construir los monumentos que han venido desafiando los milenios.
Me parece que yo he estado aquí. Algo me dice que sí he estado. Quizás es mi fuerte identidad sarda la que me hace sentir una relación tan fuerte con este mundo arcaico.