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Townstories

Stand:


Macomer, Pequeña ciudad. La llegada.
Pietrina Bosu

Traducción. Consuelo Pastor.


Vivo en Macomer desde 1966.
Mi padre era electricista en Olzai. Era un trabajo que cuando era pequeña yo consideraba peligroso pero importante. Era el jefe de la luz, una autoridad junto con el cura, el médico y el brigada de los carabineros. Había sido trasladado a Macomer, después de la nacionalización del Enel y se había ido algunos meses antes a la ciudad, mientras preparábamos el traslado.
No nos hacia muy felices el traslado porque sabíamos con certeza que dejábamos un pueblo hospitalario que nos había hechizado con su bella campiña, sus fuentes, los higos que sabían a miel, la uva oscura de los vendimiadores y el pan "e sapa" (dulce)
No sabíamos lo que nos esperaba aunque si sabíamos que nos íbamos a la "ciudad".
De Macomer guardaba solo dos imágenes, dos fragmentos de una excursión escolar en la que la ciudad había sido solamente un lugar de transito: la entrada por el sur con la roca que vigila en el "posto blocco" y que entonces no imbrigliata, tenía un aspecto amenazante, y la salida norte, un poco desolada una vez que se pasaba la Plaza de las dos Estaciones.
Alquilamos un apartamento en la calle Toscana, una planta baja. Dos habitaciones, cocina, Cucinino Y baño también un patio soleado que utilizábamos solo nosotros, con un melocotonero que nos regalo una espléndida floración. La casera, que vivía en el piso de arriba, al principio estuvo muy distante. Veníamos de un Pueblecito. Nos informaba de que Macomer era una "ciudad", más ciudad que Nuoro, "nuestra"cabeza de partido, que según ella, no era otra cosa que un pueblacho.
Con el tiempo la relación se hizo más amigable y compartimos charlas y melocotones.
Nos afianzamos en la calle Toscana estuvimos muy contentos de vivir allí.
Delante de nosotros, en la cera de enfrente, había un salón de peluquería y al lado estaba la casa de un pastor que nos abastecía de leche fresca todas las mañanas. A pocos pasos un quiosco , un salón de barbería y finalmente una iglesia. ¿Qué más podíamos pedir?.
Acababa de graduarme y me preparaba para ir a la Universidad de Cagliari. Mi hermana todavía estudiaba en Oristano. Éramos jóvenes y teníamos , sobretodo, necesidad de amigos. Las hijas de la casera eran demasiado pequeñas, la peluquera, una chica delgada y rubia (también ella continental), estaba casada y esperaba un niño, en su barriga, pequeña, pequeña, que nos hacía fantasear sobre la dimensión del futuro bebe. Tenía dos ayudantas que podían tener nuestra edad, pero nos miraban con la gravedad de los que trabajan para poder ayudar en casa.
Las dos hermanas que vivían al lado de la peluquería eran más viejas que nosotras, elegantes, misteriosas, pero irremediablemente solas, y nos preguntábamos el porqué. Solo quedaban las hijas del dueño de la zapatería, chicas extrovertidas y simpáticas que nos dieron lecciones de vida, llevándonos al Paseo, y presentándonos chicos.
Algo y no agradablemente, nos impresionó de Macomer, la batida del viento a partir del otoño. Cuando nos lamentábamos los habitantes nos decían con despego: el viento ha nacido aquí.