Cuando yo era pequeña, mis abuelos me solían llevar con ellos a la "viña", así se llamaba la finca que poseían en Sierra Morena, cerca del Santuario de Santa María de la Cabeza.
Al principio, cuando mi madre me dejaba lo pasaba muy mal porque me asustaba mucho el murmullo de los bichos por la noche, pero según iba pasando el tiempo y yo iba haciéndome mayor, poco a poco, fui descubriendo ese lugar tan maravilloso... y la belleza tan impresionante que me rodeaba por todas partes.
No había nacido allí, pero ciertamente habría sido una de las dichas más grandes de mi vida que la cigüeña al traerme a éste mundo, me hubiera dejado encima de una de las miles de florecillas que abundaban por doquier y creo que hasta los jilguero hubieran venido cantando a darme la bienvenida.
Encima de una montaña, estaba la casa mas bonita que uno pueda imaginarse. Rodeada de todas clases de flores y plantas, con los pájaros cantando constantemente alegrando los días con esos trinos y gorgoritos. Detrás de la casa justamente en la ventana de mi habitación , había un pinar tan increíblemente grande, que cuando el Sol salía por las mañanas atravesando las ramas, se formaba un concierto de colores tan espectacular que si cerrabas los ojos por un instante, aquello se convertía en un viaje fantástico que nadie hubiese soñado nunca sobre el arco Iris. En aquellos momentos, me embargaba una gran emoción que apenas me dejaba respirar.
Enfrente del pinar, aparecían los árboles frutales, llenos de color y aroma con un paseo de arena roja separándolos hasta que llegaba al peñascal. ¡Aquellos era un lujo para la vista!, un conjunto de piedras gigantes con formas tan diferentes, que casi las podías llamar por su nombre. Yo me pasaba allí horas y horas, era mi sitio predilecto y buscaba afanosamente unas florecillas que llamaban "candilicos" para con todo cariño llevárselas a mi abuela.
Frente a la casa y bajando hasta el rio, estaba todo sembrado de hortalizas: pimientos, lechugas, tomates, fresas, sandias... A mi todo aquello me encantaba, me volvía loca de dicha, yo me metía por todas partes haciendo "de las mías", hasta que oía la voz de mi abuela que me decía: "!Niña!, ¡Rafaelita, coge unas cuantas fresas y tráemelas!, en aquel momento era la niña más feliz del mundo, creyendo que hacía algo importante y que ponía contenta a mi abuela.