Lo vi la primera vez que visité la Alhambra de Granada, fue en 1968. En mayo. Mientras Europa trataba de sacudirse sus caducas ideas, yo me asombraba ante el resplandor de su belleza. Todo el espectáculo me sedujo tanto que pensé "Si algún día me perdiera que me busquen aquí".
Miré asombrado las puertas, toda ellas, con su signficado, me contaban la historia. En las magníficas salas, lujosas decoraciones aún daban muestra de la magnitud de aquel lugar en los días de todo su esplendor. Los jardines y patios reflejaban todavía la cultura del verde y del agua, que sus habitantes, durante tantos siglos, mantuvieron elevada a la categoria de ciencia.
Después de recorrerla casi toda ella, junto al mirador de Lindaraja y al jardín de Daraxa, lo encontré. Era un pequeño patio, umbrío por encontrarse prácticamente cerrado por sus altas paredes rojas, y coronado su testero sur por una galería de reja que da nombre al conjunto.
Fue construido por el Emperador Carlos V. Su única decoración arbórea son cuatro cipreses que vigilan a una minúscula fuente de alabastro, formada por una columna que soporta un plato en forma de conchas marinas. Y, en la base, una pileta de reducidas dimensiones que esconde el caudal por debajo del piso. Todo el conjunto es de una sencillez tan austera que se puede decir que tiene un fuerte sabor castellano.
Me encoje el espíritu y hace sentir tanta paz y calma, que me rencuentro conmigo y me hace volar a otros espacios y épocas. Desde el primer momento sentí que mis raíces estaban enterradas junto a cualquiera de aquellos cuatro cipreses, y que mi existencia debió transcurrir en aquel paraje en otro tiempo ya muy lejano. He visitado Granada seis veces más, y en todas ellas he vuelto a notar en el Patio de la Reja aquellas sensaciones vividas en mi juventud.