Siempre me he sentido identificada con la naturaleza abierta, ya que me considero un espíritu libre, casi indomable. Cuando salgo de la ciudad, mole de cemento y hormigón, a cada kilómetro que recorro acercándome a la montaña me voy sintiendo más feliz, incluso noto que mi respiración es más pausada y mis ojos y oídos se van abriendo a todas las sensaciones que la naturaleza depara en estos lugares: colores, formas, olores…
Sin embargo, la duda me asalta, ¿será verdad todo lo que he dicho?, el motivo está en la vuelta a casa. ¡Madrid de mi alma!, ya no es la ciudad inhóspita de calles abigarradas de gente que camina sin mirarse, es la casa donde nací, vivo y deseo pasar los últimos días de mi vida. Pasear, en cualquier época del año, por las calles del antiguo barrio de los Austrias, me permite disfrutar con la vista de sus viejos edificios y evocar las historias de embozados, bandoleros, damiselas, amores, traiciones…
En el verano disfrutar las verbenas de los diversos barrios, en las que la gente se hermana para pasar unas horas agradables al aire libre en el centro de la ciudad. A la caída de la tarde sentarme en un merendero y degustar las múltiples viandas que en ellos se sirven, esperando la caída de la noche, que es cuando empiezan los bailes, para finalizar casi de madrugada tomando un "chocolatito" caliente con churros.
En este Madrid está mi familia, mi gente, mis reales señas de identidad, por eso doy gracias y digo como algunos antiguos literatos de finales del siglo XIX "De Madrid al cielo y un agujerito para seguir viéndolo".