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El Puente de Segovia - Antonio Machado Sanz

Mi ciudad, Madrid, tiene un pequeño rio. El Manzanares. Sólo tiene 83 kms. de curso, desde su nacimiento en un ventisquero llamado Guarramillas hasta su desembocadura en el rio Jarama, a su vez afluente del Tajo. Es de escaso caudal y después de varios planes para su canalización a su paso por la ciudad, lo ha sido desde el Puente de los Franceses hasta un nuevo parque construido al sur de Madrid.
Siempre formó barrera natural que separaba a los madrileños. A su margen izquierda la población y en la izquierda huertas, praderas o fincas de recreo, famosas ya en tiempo de los romanos.
Cuando Felipe II traslada la capital del reino a Madrid, ordena la construcción de un puente que sustituyera al antiguo de madera y permitiera la entrada desde Castilla y Extremadura y al mismo tiempo fuera salida natural hacia el Monasterio del Escorial, que él mandó construir, evitando con un sólido puente, que las avalanchas del deshielo de la sierra de Guadarrama arrasaran la débil construcción existente.
Para su construcción entre los años 1584 y 1586, contrató a su arquitecto favorito Juan de Herrera, autor del antes citado Monasterio del Escorial, para que diseñara el puente que hoy en día se conserva y que une la calle de Segovia al paseo de Extremadura. Durante cuatro siglos fue camino hacia Portugal. Consta de nueve arcos desiguales, de medio punto, decrecientes simétricamente hacia sus lados.
Está labrado en hermosas y sólidas almohadillas de granito.
No es el más bello de los puentes que atraviesan el Manzanares, me agrada más el Puente de Toledo, construido en 1732, con sus arcos también de medio punto. En el centro se encuentran dos hornacinas esculpidas en piedra caliza, con imágenes que representan a San Isidro, patrono de Madrid y su esposa Santa María de la Cabeza. Fueron labrados en su día por Juan Ron. En la actualidad se ha convertido en peatonal, lugar donde se celebran exposiciones y pequeñas obras de teatro o de danza. Está habitualmente repleto de pequeños puestos ambulantes que ofrecen al caminante toda clase de objetos, desde artesanía de pueblos africanos hasta productos alimenticios.
Y el Palacio Real. Una visión inolvidable cuando en un atardecer de otoño, el astro rey se aferra con sus últimos rayos del día al blanco marmol del Palacio, dándole un tono rosáceo y una aureola que le hacen aparecer mágico.
Este puente lo he recorrido durante más de treinta años, a todas horas, era paso obligado entre mi hogar y el trabajo.


Madrid. 30 Agosto 2003