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VUELTA A CASA

Pepa González Guerrero

Terminó la guerra y nos vimos obligadas a volver a nuestro antiguo hogar. Mi barrio había sido de los más machacados, ya que estaba en la zona del frente donde se resistió hasta el final y quedó, por lo tanto, prácticamente en ruinas. Cuando llegamos mis hermanas, mi madre y yo comprobamos que nuestra casa, situada en la primera planta, había desaparecido: sólo quedaba el piso de abajo, y allí nos metimos. Sobre nuestras cabezas teníamos únicamente el cañizo; cuando llovía, nos mojábamos como si estuviéramos en medio del arroyo.

Mi madre tenía entonces treinta y tres años y tres hijas que alimentar, pues otra pasó a Francia y no teníamos ni idea de qué había sido de ella. Su compañero, mi padre, estaba en la cárcel. Recuerdo que, viendo aquellas ruinas, mi madre mostró una gran entereza; sólo se derrumbó cuando observó entre los cascotes, con lazo y todo, la trenza que se cortó cuando se casó, a los dieciocho años.

Mi padre conoció en la cárcel a otro preso, que era propietario de la corrala de Salitre 58. Al saber nuestra situación, el amigo preso le dijo que en esa casa había una vivienda desocupada y que, sin ningún compromiso de pago, nos instaláramos allí, ¡bendita solidaridad!

Alquilamos un carro de mano y con nuestros cuatro trastos nos largamos para allá. La impresión cuando entramos en la casa fue desoladora. En la guerra, al estar en un piso más protegido, bajaban a ella los vecinos cuando había bombardeos y encendían fogatas en el suelo para calentarse. Todo estaba negro; la cortina que separaba la sala de la cocina era un pingajo, con un recuadro recortado en la parte superior donde colgaba una triste bombilla que, de esa manera, iluminaba hacia los dos lados tan deprimente espectáculo.

La cocina era de obra, con dos fuegos, uno de placa y otro con una hornilla introducida en un lado del fogón, con un hueco en la pared por donde hacía tiro. Para esto se usaban los famosos soplillos, una especie de pay-pay de enea que ayudaba a encender el carbón de encina. En ese año de la "Victoria", en uno de estos hornillos me hizo mi madre quemar, ante posibles registros policiales, todos los libros de literatura rusa que poseíamos, pues por el mero hecho de ser de ese país no estaban libres de sospecha. Daba lo mismo que fueran de Tolstoi, Chejov o Gorki, eran rusos y ese era el enemigo, ¡qué incultura! Para mí, aunque sólo tenía diez años, aquello fue desgarrador. Leía cada hoja llorando amargamente antes de arrancarla y arrojarla al fuego.

Sobre estas cocinas campeaba -nunca mejor dicho- una campana, también de obra, con vasal, y las paredes se forraban de papel de periódico. En aquellos inviernos gélidos, pasábamos allí todo el tiempo que estábamos en la casa, pues el resto era una nevera. Nos envolvíamos las piernas con una manta y, para ahuyentar tanta miseria y desolación, cantábamos a coro canciones que nos había enseñado mi padre de su tierruca, Cantabria.