Una calle que se ensanchaba y donde habían plantado cuatro o cinco árboles raquíticos, con sus alcorques, sin bancos, sin nada, sólo las sillas que la gente sacaba para sentarse, esa era la plaza que yo conocí. Pero, es curioso, porque yo la recuerdo como un gran espacio para disfrutar, donde saltaba a la cuerda, donde jugaba al escondite, donde corría y corría, sin trabas, sin límites.
De mi adolescencia, lo que recuerdo es una plaza llena de gente, familias enteras, allí, de pie, reunidas en torno a unos hombres que hablaban, dirigiéndose a ellos. Fue en mi plaza donde, por primera vez, oí hablar de libertad, de derecho al trabajo, de justicia, de no rendirse ante las exigencias de los patronos. Iban a cerrar una fábrica que se había quedado anticuada, según decían, y casi todos iban a ser despedidos. Aquella unión, aquél hombro con hombro que se respiraba en mi plaza, fue una gran sacudida para mí, y creo que, a partir de ese momento, empecé a ser un poco más mayor.