Cada uno de nosotros tiene una propia idea por lo que remira "encontrarse bien como en su propia casa", condición no necesariamente física, sino sobretodo espiritual, que por cierto está en relación con su personal sentido de satisfacción y pacificación.
Aludo, en particular, a la sensación de "plenitud", de contemplación satisfaciente, quizás feliz, de nuestra manera de "pensar", y por consiguiente de "ser", en cierto período de nuestra existencia, que alcanzamos en algunos momentos de nuestra vida cotidiana tan compleja, en que el tiempo parece suspendido o, mejor, inexistente. La sensación sobredicha no coincide con los momentos de intensa felicidad que como un relámpago alumbran nuestra existencia, inescrutables más allá de las circumstancias que parecen ser la causa y el origen, y por consiguiente con nuestra alma que no podemos ni repetir ni controlar.
Se trata, por lo contrario, de una dimensión espiritual estable, que cada uno de nosotros puede hallar, en el momento en que encamina su pensamiento y su acción hacia una dirección que llega despacito a una consciente serenidad, consecuencia de un equilibrio alcanzado, entre nuestras sensaciones y el mundo exterior. Yo también, como cada uno de nosotros viví y continúo viviendo a menudo semejantes experiencias estáticas del alma en tantos períodos, tan diferentes de mi vida.
He comprobado que ellas se ponen en contacto con la condición de conocimiento lúcido de la continuidad de desarollo del hilo de mi existencia según finalidades y valores imprescindibles, establecidos en tiempos lejanos y constantemente seguidos y respetados. A menudo mi recorrido existencial me hace pensar en los lugares de la memoria donde se conserva la dimensión más verdadera de mi identidad, en que alberga el amor hacia la vida y su sentido de continuidad.
Los difíciles eventos personales también y su carga de recuerdos dolientes, cristalizados al fin en el alma, a veces reviven improvisamente, en mí mismo, evocados por un evento banal sin embargo tan determinante, como por ejemplo escuchar una música antigua, cuyas notas lenizaron en otros tiempos alguna pena de mi vida. Muchas veces el silencio lleno de miedo de un rincón encantado de la naturaleza, en que yo interrumpo, aunque por poco, mi peregrinación, logra infundirme ánimo y plenitud vital, disipando como niebla al sol, los inquietadores fantasmas, compañeros inseparables y necesarios en la existencia de todo ser humano.
Igualmente no puede prescindir de Mefistófeles ("el espíritu que siempre niega") el camino moral de Faust tendido hacia la salvación de su alma, o bien, hacia el cumplimiento de la auténtica misión de la vida: la contemplación de su acción operosa y benéfica, síntesis cumplida de un canon estético y ético. A veces es la palabra, el gesto de una persona cercana, o encontrada también casualmente, que nos hace poner atención a una sensación común y a la recíproca participación, que nos hace encontrar de nuevo con más viva conciencia los valores que estabilizan mi dimensión humana.
Viviendo intensamente estos momentos, que los más disparatados eventos exteriores en los más diferentes lugares físicos me despiertan, yo me encuentro bien como en mi casa, y me abandono a reflexiones tranquilizadoras, alcanzando la confianza y la seguridad, conferidas por un lugar protegido en que se unen el hilo tenaz del cariño familiar y la magia de las costumbres cotidianas. En particular, todo eso sucede, periódicamente, cuando estoy sentado delante de mi PC desktop con Internet, casi una extensión visible, tentacular de mi mundo interior aparentemente concluido, pero de otra manera una "tabula rasa" donde escribir y comunicar pensamientos y emociones.
Pienso entonces en la satisfacción de mi obra cotidiana de trabajo y de estudio, en el bienestar de mi familia, después la resolución de altos y bajos de nuestro sufrido pasado, y también, en lo que todavía no hemos hecho o intentado entre los programas y proyectos anteriormente trazados. Entonces logro encontrar de nuevo mi identidad, el sentido de la vida que todavía quiero dedicar a mis actividades profesionales o de recreo; de esta manera el aislamiento del mundo exterior es sólo aparente, porque me conforta el sonido de voces queridas que proceden del ambiente circunstante y el deseo de compartir mi vida con sus vidas, de contemplar sobretodo la cara sonriente de mi hija más pequeña, después haber interrumpido mi dolorosa introspección y la ola interminable de mis solitarios pensamientos.