Todos sabemos que las grandes ciudades ha comenzado su vida y su edificación a partir de las orillas de los ríos que hoy las atraviesan. Para mí el Tíber representa la metáfora de la vida misma pero quizás no solo para mí. Fluir sin poder volver atrás, ninguna gota será como la precedente.
Lo conocí cuando niña, cuando mi abuelo paterno iba a pescar los domingos, por los lados de Acqua Acetosa, y nosotros los pequeños jugábamos en los prados y recuerdo el nombre de un local –o talvez era una taberna o un mesón-. Se llamaba "Da Pimpinella".
Luego, cuando era muchacha iba a un establecimiento flotante a la altura del barrio Flaminio. Mis tíos tomaban el sol, jugaban a cartas; se divertían con sus coetáneos y yo con los míos.
Sin embargo más adelante era yo la que iba a bailar con mis amigos por la noche a establecimientos flotantes a la altura del barrio Prati. Y después, recién casada, viví en una habitación grande y bonita subarrendada en el Paseo di Ripetta, con vista sobre el Tíber. Era lindísimo el panorama de árboles del paseo del Lungotevere, del río, de los árboles en las riberas opuestas.
Luego por tantos años abandoné mi Tíber.
Hasta los años 90, cuando tomé el pisito donde vivo ahora con vista sobre el río: además del barrio Marconi que tengo enfrente, veo a mi derecha el gasómetro y unas construcciones donde ha sido instalado el museo Montemartini; a la izquierda la Basilica de San Pablo y todo el verde de las riberas y el recodo del río. Cuando miro fuera mi alma se sosiega.
Y el río fluye, como mi vida. Es extraño pero con el pasar del tiempo he seguido un poco su curso: de norte a sur, o suroeste, bastante cerca del final de su viaje.