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Townstories

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Roma Sus pequeñas historias

por Elisabetta Barenghi
Traducción: Blanca Núñez


He nacido en Roma, y verdaderamente Roma es mi ciudad. Me gusta mucho viajar, he visitado tierras lejanas y lugares maravillosos, pero una ciudad tan bella como la mía no la he visto nunca. Y no sólo porque es una ciudad llena de arte e historia, también amo sus pequeñas historias; escondidas en callejuelas desconocidas para los turistas, en los patios, donde las mujeres transmiten a sus hijos el bocado y la palabra.

Roma es una gran ciudad, pero tiene tantos barrios, que algunos son como pequeños países. Yo he nacido en uno de esos países, en un barrio antiguo, popular; he nacido en Testaccio. Allí están mis raíces y muchos de mis recuerdos, vivencias, imágenes, palabras, sonidos, colores…

El tañer de las campanas marcaba los momentos de mis días infantiles: el despertar, la comida, la puesta del sol anunciando el final de las actividades. La mayor parte de las casas no tenía ascensor y era frecuente ver una cuerda con una cestita colgando de las ventanas. En la calle, alguien depositaba en ella un paquete con medicinas, o el pan caliente envuelto en un papel, o un poco de verduras. Muchas veces ese alguien iba vestido con traje y corbata; salía ataviado así para ir a la panadería o al mercado.

El mercado…Creo que fue allí donde nació, desde muy pequeña, mi pasión por los mercados. Me gustaban todos aquellos colores, la confusión, los gritos, el ruido, el movimiento. Pronto aprendí a hacer la compra yo sola, a escoger las alcachofas valorando las hojas y el pedúnculo, a comprar los tomates para hacerlos rellenos de arroz, que deben tener una forma determinada, a comparar precios y calidades, a controlar las monedas de las vueltas. Esto formaba parte del aprendizaje normal si nacías en Testaccio. Y esto es algo de mi país dentro de la ciudad que siempre llevo conmigo. Además de este aprendizaje, el mercado de Testaccio me ha regalado recuerdos cotidianos y conmovedores. Más o menos en el centro de la plaza, había lo que llamábamos "el banco de las primicias". Estaba reservado para los ricos y los carteles con los precios eran objeto de nuestros asombrados comentarios.

A mediodía, las campanas tocaban a fiesta. Mi abuelo, que había venido a visitar a mi madre para hacerle compañía y ayudarla un poco en la cocina, la saludaba y volvía a su casa. Mi madre se quitaba el mandil, se ponía los zapatos, se daba un poco de carmín en los labios y salía para ir a buscarme al colegio. Cuando regresábamos a casa, la mesa estaba lista y la comida preparada.

Junto a mi patio, cuando el otoño se anunciaba tiernamente al comienzo de la estación, siempre encontraba una granada. Me gustaba aquel fruto tan rojo y tan particular, diferente a todos; con esas pepitas que parecían preciosos rubíes. Yo sabía que era precioso porque provenía del "banco de las primicias". Hoy sé que era precioso de verdad, porque había nacido del corazón de mi abuelo; un solo corazón, pero lleno de miles de pensamientos, como los múltiples granos de aquel fruto único y especial.