En Roma, cuando llueve, el Coliseo se refleja en los charcos de su derredor y, con un poco de fantasía, podemos volver a ver el pequeño lago que había en el lugar del anfiteatro: el lago privado de la famosa Domus Aurea de Nerón.
La gente parece volverse loca de repente, el tráfico se vuelve caótico; si un semáforo se estropea, autobuses, coches, motos se enzarzan formando un atasco pavoroso. Los vigilantes de Tráfico desaparecen como por encanto y a los automovilistas, abandonados a merced de sí mismos, les parece buena cualquier calle con tal de salir del atolladero.
Los desagües se atascan con las hojas de los árboles y las púas de pino. El agua corre formando riachuelos a lo largo de las calles; muchas veces cubriendo la calle entera; los pobres peatones que esperan en la parada del autobús deben cuidarse de las motos y los coches que pasan a toda velocidad embarrando y salpicando todo lo que encuentran a su paso; y los vendedores ambulantes hacen su Agosto con los paraguas que les compran los sufridos transeúntes.
Apenas cesa la lluvia, todo vuelve a la normalidad, y el caos provocado por el agua se ve recompensado con el terso azul del cielo, en el que se destaca, nítida e imponente, la cúpula de San Pedro.
Verdaderamente, un día de lluvia en Roma es toda una experiencia.